Que la tierra tira, no cabe duda. Que también afloran las vivencias de muchos veranos por Belmonte, Osa de la Vega, Tresjuncos, Horcajo, Hontanaya, Saelices, Villamayor de Santiago, Quintanar... cuando íbamos de un lado para otro en las interminables noches de corrillos y de fiestas.
Ya nada es como antes... recorrer sus calles con todas esas caras que se clavan mientras toman el fresco en las aceras, y que entre arrugas miran como si el tiempo hiciese un alto en el camino y se dedicaran a traspasar cada una de sus historias con solamente esas miradas, ya no va a ser posible.
Ya no están mi María Antonia, mi Saturnina, mi Ramona, mi Salustiana, mi Alejandra, mi Gloria, ya no está mi abuela Alicia, ni otros muchos. El cerro Molino donde se peinaban las nubes con los vuelos, hace ya unos veinte años, de algún que otro quebrantahuesos despistado ahora es el eco de algunas casas nuevas. Todo ha cambiado, parece un espejismo que decora las páginas de un cuento, pero aún sigue latente el recuerdo de un sinfín de vidas repletas de grandes historias que dieron alma a aquellos lugares.
Toca volver para allá pronto,
y si ya es difícil estar escribiendo esto ahora,
cuando estemos allí, el aire nos traerá la sonrisa de una niña que por las noches pintaba con tiza rayuelas en la calle para jugar con su hermano y un montón de amigos.
Y esa niña LLORARÁ.
Con mucho Cariño,
en especial para Gotxone, Ali, Andrea, Justo,
Ana, Eva, Cristina y, por supuesto, Quique.
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