El mito de Aracne
Cuentan que en la Antigua Grecia, en Lidia, vivió una habilidosa muchacha de nombre Aracne. Lidia era famosa por el tinte púrpura que producía y la calidad y hermosura de sus tapices, y Aracne, desde muy pequeña, se reveló como digna hija de la tierra que la vio nacer. Eran tan diestros sus dedos y ella tan aplicada a su arte, que sus obras no tenían par entre los demás artesanos de Lidia.
Aracne era consciente de su maestría, y se propuso tejer un tapiz como nadie lo hubiese visto antes, un tapiz en el que apareciesen las historias de los mismos dioses, su lucha contra los titanes, el reparto del mundo entre Zeus, Hades y Poseidón, el castigo de Prometeo y cien historias más, tan bellamente plasmadas y entretejidas, que nadie pudiese quedar indiferente ante su trabajo. Y como Aracne unía su enorme imaginación a un carácter resuelto, al cabo de un tiempo trabajando en su telar mostró en la plaza de la ciudad su obra finalizada.
Y era en verdad una maravilla digna de ver. Todo el mundo se quedaba con la boca abierta contemplando las escenas a las que los dedos de Aracne habían dado vida. Y como quien más, quien menos, dedicaban a la muchacha elogios y palabras de alabanza, Aracne fue envaneciéndose cada vez más. Cuando alguien le comentó que era una aventajada alumna de Atenea, Aracne respondió:
"Oh, es cierto que Atenea me enseñó a dar las primeras puntadas y a usar la lanzadera, pero más allá de eso, el talento es todo mío."
Estas palabras llegaron a la diosa, que, movida por la curiosidad, bajó a ver con sus propios ojos el tapiz. Aracne, consciente de que estaba siendo juzgada por el más alto tribunal posible, guardó silencio. Atenea observó la obra consternada: ella esperaba ver el trabajo aceptable de una chiquilla habilidosa, y se encontró con algo muy superior. Y aunque al principio intentó aparentar indiferencia, poco a poco la ira y la envidia iban asomando a sus facciones, y, digna hija de Zeus, estalló en un arrebato de cólera, rompiendo el tapiz en jirones.
Aracne huyó terriblemente asustada, y no viendo dónde poder esconderse, se subió a un árbol. Pero no hay forma de escapar de las palabras pronunciadas por una diosa airada:
"Sigue tejiendo, insolente Aracne; pero estarás siempre colgada, y para escarmiento de tus descendientes, caiga sobre ellos el mismo castigo que hoy te has ganado."
Y Aracne quedó convertida en araña, destinada a crear día tras día laboriosos trabajos de fina seda en los que nadie repara nunca.